Descripción del experimento

Desde que nací, viajé. A mis veintidós, viajar es la segunda cosa más importante, tras respirar. Porque viajar no es sólo cambiar de país, coger un avión, hacer fotos, leer guías de viaje. Viajando creces, aprendes, comprendes, sobrevives y amas. Para mí, el sentido de viajar radica en descubrir realidades diferentes a la mía propia, en admirar paisajes y, sobre todo, en conocer gente. 
Hasta los 20 me contenté con la península, un par de veranos en Irlanda y viajes relámpago por Francia e Italia. Pero desde hace año y medio no he vuelto a tocar tierra en Madrid de forma permanente. Todo empezó con una beca Erasmus con destino a Kaunas, en Lituania, que me abrió la puerta a la Europa del Este. Ante mí se desplegaron Ucrania, Polonia y las tres repúblicas bálticas. También las ciudades de Estocolmo, Helsinki y San Petersburgo. Cuando te asomas al mundo, volver a casa, aunque necesario, es cada vez más complicado. Los viajes constituyen una droga peligrosa. Perderse en lo desconocido para terminar conociéndolo. Eso es magia. Así que volví a hacer las maletas, y me vine al centro de la Unión Europea. En Bruselas me hallo, sorprendiéndome un poco más cada día por lo multicultural que es esta pequeña ciudad, y recibiendo noticias desde el desierto Saudí de una de mis personas más queridas. La distancia es difícil, pero oye, no todo el mundo tiene un padre aventurero.


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