jueves, 17 de enero de 2013

Pequeños enfrentamientos diarios

Ya va una, a estas alturas, teniendo un cierto manual acerca de cómo lidiar con los pequeños de la casa, y la verdad es que viene de perlas para recurrir a él cuando se agota la paciencia. Yo ayer tuve un episodio de esos en los que te preguntas por qué te metiste a au pair.

Toda la tarde con problemas (y rematamos con el millonésimo visionado de la Bella Durmiente -mátenme, por favor-). Como es miércoles, la peque trajo deberes de la escuela. Los deberes se llamaban "Ten of something". Tenía un folio con cuatro rectángulos, y la tarea consistía en dibujar en cada uno de ellos diez cosas de algo que tuviera en casa (zapatos, tenedores, ventanas, lo que fuera). Decidió dibujar coches de juguete, gomas de borrar, cucharas y tenedores. Pero no le daba la gana de colorear, y de repente me dijo que era yo quién tenía que pintar los dibujillos. Obviamente le dije que no, con todo mi cariño, que si quería podía ayudarla, pero que ésos eran sus deberes. Y esta niña lleva muy mal que le lleven la contraria, así que empezó a gritar diciendo que yo era una vaga, y la vida injusta (no sé de dónde saca esas expresiones) y que ella era una pobre niña con muchísimo trabajo, y que nunca tenía tiempo para jugar.

A todo esto tengo que remarcar que la noche anterior yo había dormido fatal, porque con la nevada vinieron las excavadoras de madrugada a limpiar los raíles del tranvía, entonces no estaba en situación de aguantar mucha comedia. Ya estaba harta de tanto grito, así que le dije algo así como que al día siguiente la profesora le pondría un cero, a lo que ella, toda indignada, me respondió: ¡estoy en preescolar, aún no me ponen números!.

Al final lo solucioné diciéndole que o pintaba o se quedaba sin merendar. Y como su madre había traído unos pasteles de chocolate realmente maravillosos, no tuvo más remedio que colorear los cuarenta dibujos (un tostón de deberes, francamente, sobre todo cuando esta niña ya sabe contar hasta 50 en tres idiomas). Pero mientras se comía el pastel ya me di cuenta de que estaba maquinando algo, porque me miraba con ojillos maliciosos, en plan de "Elena, te vas a enterar, a mí nadie me obliga a hacer algo y se va de rositas". Sí, todo eso decía la mirada. Miedo me dio.

Fuimos a la piscina, y hubo un momento de estrés importante porque la madre había olvidado meter el gorro en la mochila. Ponerle el bañador a una niña que llora muchísimo, en medio de un vestuario repleto de críos saltando de un lado para otro, con un calor tremendo y las gafas empañadas por la humedad no es algo agradable. Pero a pesar del calor me recorrió un escalofrío la espalda cuando, de repente, dejó de llorar, me miró muy seria y me dijo: O consigues un gorro de natación para mí o cuando salgas el fin de semana voy a destruir tu ordenador. Dijo "destruir". Me quedé callada un momento y contraataqué con mi mejor arma, que es la única que de verdad le quita el sueño; le dije: si haces eso, cojo un avión y me vuelvo a España.

Entonces volvió a ponerse a llorar, pero esta vez me abrazó y me dijo que me quería mucho y que sentía ser tan unkind conmigo. Sí, ya, lo de siempre. Me repatea muchísimo tener que recurrir al chantaje emocional, pero cuando llevas cuatro horas lidiando con una niña que en cuanto oye la palabra "no" es incapaz de razonar, hay que recurrir a ciertos sistemas.

De todas formas, lo peor del día fue -con diferencia- tener que volver a ver la Bella Durmiente. Mirad que lo intenté con Ice Age, la Espada mágica y el Rey León, pero nada. Resignación, y a recitar unos diálogos que ya me sé de memoria. Menos mal que la hermana mayor prefiere ver El Señor de los Anillos, y así no todo es tan azucarado.

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